viernes, 1 de agosto de 2008

Divagando, las palabras abunda por ocasiones, cuando el sol no esta




Salí al centro de lima hacer unos trámites, viajaba sentado junto a la ventana como acostumbro, la calle me inspiraba meditaciones . Hoy pareciome el día menos claro de la semana, en la lejanía se calcaban los alcores como a través de una polvareda, tan grismente que parecía que el horizonte tenía sabor a naftalina. Los camiones que penetran a Lima metropolitana por alguna orilla trayendo no se qué, destartalados, con sus narices del ochenta y leyendas de un rústico afecto. Cisterna, autos, buses interprovinciales. Los he visto tantas veces en estos años que ya no palpo, no por cábala, sino por una suerte de viscosidad que me causa. En fin, ese transporte que va y viene, irá y vendrá. Debe ser por eso que me congelé mirando al cielo, parecía que había una movilización ahí arriba. Las nubes oscuras, bien podrían haberse retratado con carboncillo sfumato, porque era exactamente su aspecto, de borrones oscuros, tras de los cuales, el sol palidecía encogido, sin una pizca de vitalidad. Tanto rato estuve mirando, creyendo que quizás por mi suerte aclararía, pero nada, abajo continuaba el eterno metabolismo urbano, con su pulmonía grasienta. Al fin tuve que bajar, me alegró hacerlo porque estaba desanimado. Últimamente noto la cuidad absurda, ciudad-ramera, ciudad entrópica, hasta caótica y de un contraste tan espeso como la poética vallejiana "Color de ropa antigua. Un julio a sombra,y un agosto recién segado..." Por ejemplo bien podría haber una heladería aledaña a una iglesia rústica, o una discoteca bajo un balcón colonial. Una turista, una mujer con ocho meses de embarazo, una guarnición de soldados reposando frente a un banco, locutorios al paso, cambistas, alientos que expelen los restaurantes, boticas, oficinas del estado. Y si le sumamos a eso los transeúntes con sus tendencias: un tipo de corbata al lado de un rapero holgado y lleno de cadenas, y entre ellos pasa la abuela de alguien. Bueno, caminé una cuadra entre el murmullo de la muchedumbre, donde rebotan las eses sin cesar despertando un pequeño pánico en mi. Felizmente me tomó poco tiempo, entonces de regreso decidí hacer unas compras, recordé que a unos pocos minutos, hacia el otro lado de la ciudad hay una plaza comercial. Eso también fue absurdo, porque a medio camino bajé y tomé el otro rumbo. Encontré una tiendita, y entré, estaba buscando un jean pesado, sólo habían los otros, que acepté por pura flojera. Cuando regresaba, miraba el cielo de nuevo, estaba exactamente igual que al principio, y como no me decía nada, pensaba en nada. Entonces recordé a Grace, creo que hablábamos de budismo, el asunto era que yo le decía que me era difícil concebir que se pudiera poner la mente en blanco, y ella me decía que le era fácil hacerlo. Para mí era inconcebible, debe ser que algo neurótico entonces que siempre estaba pensando en cualquier cosa, y cuando no era así, pensaba en lo que los demás pensaban, sobre todo de mí. El cerebro me parecía un aparato demasiado complejo, poner la mente en blanco, cómo se lograría ese estado. Seguro de poner la mente en blanco olvidaríamos la noción del tiempo y sería necesario que nos despierten de ése trance. Ahora entiendo a Grace, tuve que embrutecerme bastante para experimentarlo, pero en todo caso me alegro de ello, ya no me siento indefenso como entonces. Ella era inteligente, quizás no tanto como yo, pero entre las chica que conozco lo era, sin embargo era práctica. Recuerdo que le regalé La Náusea, que entonces leía, éramos buenos amigos, nos unía una química, pero un día nos dejamos de ver. La penúltima vez la visité en su cumpleaños, en el dos mil cinco; luego fui un mes después con unas latas de cerveza, y vimos una película en su casa. La única verdad es que yo tenía claras las cosas, ésa es mi quiebra, tener claras las cosas. Cuando no defino bien la situación todo es perfecto en su irracionalidad, pero cuando empieza a oler a realidad, ya sé que se acabará la magia. Y eso pasaba, ella quería una vida práctica, yo no, y entonces llegaría a ser una molestia o un mal en algún tiempo. Así ha sido siempre, hubo peores tiempos para mí. Un tiempo pensé que el amor podría hacerme cambiar, que la fuerza que necesitaba no estaba ya en mí, sino que un corazón me lo iba a insuflar. Fue peor, ni un momento dejé de tener las cosas claras, encima los rasguños me empujaron más hacia el ruido. Por eso erré por el calendario hasta encontrar el laurel, que definitivamente estaba sólo en mí. Y decidí nunca más mirar entre los arbustos. En fin, cuando faltaban pocos minutos para llegar, sentí que el aire invadía por todas partes, mi habitación minúscula a lo lejos no era nada con su aire viejo. Extrañamente eso me hizo sonreír.