miércoles, 3 de marzo de 2010

Poema

Todo este tiempo en paralelo estuve escribiendo antipoesía, pero decidí volver a la poesía canónica, poesía griega para ser específico. Ayer, después de escribir este poema, sea tópico, sentí que ya he cumplido mi misión.







Felices los que bajo una lápida grabada han entregado su vida
dejando las camisas planchadas y las citas laborales pendientes,
aquellos que sus pupilas como focos al amanecer han
apagado y cuyos pies que conocieran las calles ya no andan.
El bien merecido descanso los privilegia por sus arduos años,
pues aquí en el mundo de los vivos el dolor aún es la bandera
que la realidad permanentemente enarbola como institución inexorable
y los años entre sus desventuras albergan demasiados sinsabores
que saturan al hombre impidiéndole disfrutar al atardecer el canto
ruborizado de la lejanía; hace del día soleado un disgusto
en cuanto impide trabajar con normalidad al jornalero, para llevar
el sustento a su familia. Aquellos vendedores que van de puerta en puerta
al mediodía, o los repartidores, o los picapedreros en las canteras
cuyos desnudos torsos dora con insistencia el sol veraniego.
Aquí la vida desmitificada hace pensar en la banalidad con que
nuestros días se van desvaneciendo, mientras nosotros esperamos
hallar mejoría en largos plazos, las próximas elecciones presidenciales,
o los doce fines de mes que suman otro año, para comprobar la
falsedad del nuevo mito del progreso que apenas nos otorga pequeños
beneficios, la falsedad de una supuesta época de bienestar global
que se derrumba por sus columnas con la típica ironía histórica.
Felices aquellos a quienes la muerte los ha alcanzado con rapidez,
pues han partido sin conocer bien las atrocidades de los vivos
pudiendo guardar en sí una parte impune de la antropofagia social.
O aquellos a quienes beneficia este tendencioso imperialismo
y viven a salvo entre aeropuertos y autopistas, agasajándose en
su dicha particular, o aquellos a quienes una estrella los alumbra
desde temprana edad, junto a las condiciones adecuadas para
escribir sus nombres en las enciclopedias y anuarios con honores,
y estrechan las manos de grandes personalidades y beben coñac
en Times Square y en el barrio de Saint-Germain en Abril.
Pero más felices quienes se han hecho ya más fuertes que sus
propias adversidades y sin tener casa de playa o auto del año
encuentran la felicidad en ver crecer a sus hijos y en la mujer
que aman con amor duradero, he ahí sus más grandes tesoros,
y saben diferenciar entre lo que necesitan como prioridad
y aquello ilusorio y anti-relacionante que vende el mundo moderno
como ideal de bienestar y de falsa civilización, pues éstos
aunque pierdan todo lo que poseen nunca más han de sufrir.
Hombres de todas las épocas cuyos huesos el tiempo ha sepultado,
no es cierto que todo el vino de Constance y de Viena con que
llenaron sus barrigas en salones ilustres y el placer que les dieron
por alto precio aquellas mujerzuelas durante las bastas orgías
hace bastante tiempo lo olvidaron. Mas el verdadero amor
que pudieron conocer en sus cortas vidas todavía perdura en sus
huesos como el carbono, argón u otro átomo primordial.
Por eso infelices los que pasan por la tierra sin conocer el amor
necesario para aligerar las estaciones y la labor cotidiana,
pues estos viven la vida como un compromiso continuo que
al menor percance los indispone ante sus esperanzas y ante Dios.