viernes, 15 de octubre de 2010

El cielo profundamente herido

El tiempo siempre está maduro, la pregunta es para qué. François Mauriac




El cielo herido profundamente hace caer los días,
contra el alba el poeta, le trajeron los ideales mensajes solemnes,
y la calma, creciendo, música que los atabales encomiendan,
sed de victoria, sed limpiando la mente y el cuerpo con sales nativas.
Cuando retroceden en un repliegamiento las blandas olas,
el callejón con bocanadas acres se hincha,
y contrapuntea el reloj unas notas, orlando la avenida,
los amantes nutridos por reales deleites habitan la memoria
de aquellos que empuñan el máuser limpiando el azur
a sus progenituras, el viejo tictageo, antes fue campana
y el sacristán solía puntualizar su escandalo
devorando la cuidad, en un rumor tempestivo.
Ya carga el río, trayendo a las orillas guijas compactas,
ellas giran en su caudal hasta donde son más duras
y menos fáciles de derribar, así se encajas los
pensamientos libertarios envueltos en pueriles vientos maternos.

Sordo quebranto

Juntaron las manos, atravezaron una frontera a sus propios límites, corrigieron el silencio tras sus antifaces hexagonales y aquella marca obtenida por encargo de la vida en sus propias memorias, extinguiendo la sobriedad en un ato tembloroso de sentimentalismo crueles. Bajaron la luna, comieron blandamente el azul de las rojas estrellas, supieron de memorias persuadirse en la oscuridad lejana y sus puntos suspensivos suspendieron cada ramificación, dedicando el destino restante a serse como el mar y la luna en este incesto imposible, en esta fantasmagórica ilusión que es un orgasmo latente y extrañado. Sus ojosdistancia, sus manosamanecer, su cóleras rompiendo en sangre, usurparon el mensaje genuino con que llegaron a peregrinar anteriores temchumbres morales. Cuánta majestad prestada en su magnificiencia, cuánta fríaldad en su alarde sobrenatural ante los dejados humanos circundando las faldas a aquella visión impactante en su golpe sordo. Y ya no quedan palabras en el borde de sus labios, arrugan las ventanas un rasgo de la lejanía fugitiva y el volar no significa una acción libertaria sino un atajamiento fugaz. Ahora hierve la suave bruma donde sus cariños asilaron el verdadero nombramiento a sus sentimientos, abordando días, supliendo el gris del cielo invernal por una refracción casi subliminal adonde prestar enajenadas declaraciones finales. Un niño fosforescente despertó por las ventiscas del cementerio, ardiendo, entre esa guerra y esa paz desnuda, se hizo inmenso entre sus ojos sordos y sus oídos cerrados, cuan cerrados, como los cines y las licorerías en la madrugada, como los cuarteles y los prostíbulos a mediodía, resagos vienen aún comiendo aquella irrealidad en pétalos manchados con la honestidad apostada en sus sensateses santas.
Ella solía decir que le gustaban los cielos cuadriculados en su cuaderno de notas, él la consentía, mientras un gato profeta los acompañaba, dictando el presagio a sus pasiones furtivas a la luna llena, que ellos llenaban con mayores motivos inventando ejemplares historias de discontinuidad física, cuando, atrapados por esa compartida imaginación, descubrían que estaban haciendose cada vez más cercanos, como los ancianos a sus familiares enterrados. Ya poco entrometen sus vidas, cada una transcurriendo a su suerte, que no es la suerte ajena, sino el deslindamiento en su rencor encendido, en su vía psicópata arrasando los senderos sin vertientes, sin unicornios pastando en treboleras cuadruples, oro de los recitales virtuosos, armonisado cruelmente cuando la herida llama tosiendo el tósigo que las envenena y recortando el aliento a un pecho henchido por ese vacío que llama a la muerte por su íntimo parentesco. Así su indiferencia se comparte, usan el viejo jeroglífico cuando invitablemente cruzan palabras y duermen arrullados por esa misma canción, es misma vieja canción detenida como un muro infranqueable, ya sin juventudes atrevidas, ya sin soñadores, alados por su ingenuidad o especies nocturnas, descubiertas al mediodía ya sin vida, ya sin sed.