viernes, 22 de mayo de 2009
Día nublado
Una niebla parduzca ascendía por las calles nocturnas diseminando el borde de las casas. Corría impetuoso el viento húmedo sacudiendo pequeños ficus de la berma, embistiendo los cuerpos descubiertos hasta los escalofríos y, en breves recalmones, recobrando el vigor obstinado con que irrumpe el nuevo tiempo. Es el tipo de acontecimientos que turban la conciencia colectiva con el cotejo de experiencias similares. Entonces, al ver a lo lejos las luces ambarinas de la ciudad resaltándose en la hegemonía de la niebla, inunda la tristeza propicia al tiempo en que se marca un punto de separación entre los días soleados y los fríos días por venir. Se terminaron las bocinas de los heladeros, las tardes estentóreas salpicando jovialidad, las plazuelas llenas de gente donde descubres la juventud florecer de la mano del idilio. También la playa y el cielo generoso de estrellas se terminaron por ahora, y si no de golpe de manera secuencial, pero ciertamente inevitable, porque los años nos han enseñado que, como a nuestra nostalgia y nuestros desamores, el frío es sordo a nuestras súplicas. Camino por las calles pensativo, viendo las casas variopintas componiendo pasajes, algunas todavía conservan cercos de granado. Tomo la calle principal, no hay mucha gente afuera, solamente algunas personas paradas bajo los quicios de sus casas, enciendo un cigarrillo, ahora es propicio. Hay tantas personas en los censos pero tan pocas para mi vida, cifras nada más. Así es en todas las ciudades, cuando era menor pensaba que uno era encargado de materializar las posibilidades, ahora pienso que es posible salir a la calle a las cuatro de la mañana, es posible pero improbable. Ahora estoy pasando frente a la iglesia, esa que construyeron los mercedarios y que parece un sombrero, esta abierta, hay personas saliendo. A veces me da ganas de entrar, dirían que disimulo muy bien.
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