viernes, 24 de julio de 2009

Sin título

Sus padres son los semáforos de Pavlov, simplemente semáforos, su cableado al aire presume la eficiencia de complejos circuitos sordos a toda negociación y se inclinan sobre ella constantemente con las manos en las cintura lanzando fuertes relumbrones como si fueran rebufantes metrallas en el impresionismo escarlata de su barbarie, mientras ella sobrecogida abraza sus piernas en la sombra sin suelo por la cual cae a través de sus sueños, una y otra vez, tras las herméticas espaldas de sus padres hogareños. Así el día a día, semáforo número uno lee el periodico en su butaca estrecha, como si entendiera la diferencia del amarillo y el rojo, mientras semáforo número dos habla por teléfono encendiendo sus focos jocosamente, cualquier tema podría ser un tabú en esata casita de discresión, tan parecida a cualquier otra casa de los suburbios donde el positivismo se respira con la brisa de la tarde. De vez en cuando intenta levantar el hálito de su voz para encontrar la ría hacia aquella confianza supuesta, pero a su paso nacen mil muros que finalmente terminan por vencerla, ahí sola, con los zapatos de porcelana que sus padres le han hecho. Sus dudas comen reptiles de chatarrería a la voz de sus paseos dejando un rastro de esqueletos limpios y desarmados que silban desde sus cuencas; a la hora de la telenaovela los conejos se escapan de la empalizada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario