Dos mariposas se posaron sobre los ojos de la Venus y cobraste vida.
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Batallones de gotitas y gototas caen de las nubes una a una y a su pequeño peso se precipitan recorriendo el cielo libre hasta estrellarse en la superficie, caen y recaen juntitas en la frente castaña de muchachas, caen en la hojarasca rumorosa, sobre las tejas, susurran su alegría trabajando un puntillismo ágil sobre el suelo, empañan los cristales por donde asoman los abuelos, riegan los campo de secano. Cuando hallamos muerto, el agua de nuestros cuerpos ascenderá por labor del estío y entre nuestros huesos quedarán apenas flores, pues el agua de tu sangre y mis ojos habrá de ser una misma nube en el cielo, alegre cirro respirando el éter añil y, llovediza, ha de volver a la tierra con ternura mientras se derraman las naranjas y suspiran las margaritas, como ahora : democrática canción que los ángeles interpretan arriba vestidos con túnicas color lavanda y rasgando sus fantásticas liras. Nunca entendí a la gente que usa paraguas, acaso prescinden de la melodía de la lluvia y el misterio aleatorio de su culminación, yo quiero una lluvia larga, que lave las verdosas charcas donde se desintegran las hojas de la higuera pensativas, arrastre la tristeza y el desencanto que se extiende por nuestras calles y lave el acre polvo que humilla a los pequeños ficus junto a la carretera; y el contraluz de cada gota de madera sea como un semitono que desate la risa de quienes se entregan a su antojo, hasta que la risa sea lluvia y por su parte la lluvia sea risa, tal como la piedra es aire, la existencia será agua el momento suficiente para que todos puedan nacer por vez definitiva; sean lavadas las minas antipersonal, los ofensivos tanques, toda la historia belicosa, arrastrados hacia un vórtice fortuito que culmine al mismo tiempo en que la lluvia se extinga. Rigor transversal, recibir la lluvia sobre los párpados, lluvia que invento para besar tu piel con mayor sutileza de la que disponen mis labios, sí, así somos los poetas, la lluvia nos enseña a besar y el viento nos enseña a acariciar, el viento que dice “siente”; es profundo y a veces largo, sus recalmones sirven para suspirar y aunque sea impetuoso no sirve para herir. Los poetas amamos a la lluvia, tiene un valor especial, pues nos contacta con el cielo como solamente puede hacerlo nuestro sentido más largo pero con un asimiento fragmentario.
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Te contaré una historia de santidad como la sabemos nosotros: Había un rostro compasivo, era apenas un humilde boceto cuya lívida mejilla acusaba el maltrato, pero esta mejilla cayó al igual que un cordel y se hizo árbol membrudo en cuyas ramas colgaban diversos ropajes coloridos.
Cada día del año, al despertar, me dirigí al patio buscando el favor del cielo sobre mi poco entusiasmo, hay del otro lado del patio una higuera similar a la higuera bajo la cual un día el iconoclasta Siddharta en zazen buscó el nirvana. Cada día, con o sin respuesta arriba, asomaba, junto a la santa higuera; durante el estío sus ramas se abalanzaban hacia el sol crecido con diversos verdores, y frutos rajados de madurez caían demostrando su prolijidad, mas cuando llegó el otoño nuestro carácter había cambiado por completo, el tiempo tenía ya otra consistencia y apropiadas nostalgias se apoderaron del país, la sabia en las nervaduras de sus hojas disminuía ante el asedio del otoño, poco a poco sus hojas fueron abandonándose estropeando aquella hermosa fronda donde el sol se escondía al caer por el oeste. Su tronco había adquirido ya el color de la pátina y su respiración habíase tornado lenta, el mismo abandono que diezmara su belleza enturbiaba el cielo letárgico y, a mis pies, sus arrugadas hojas de bronce aterrizaban como mi deshojada voluntad. El invierno fue una batalla encarnada, hace tanto que la primavera se había marchado a recorrer el mundo, los días fueron dolorosos y ya la vida se había petrificado dentro de nosotros, si hubiéramos sido como las montañas hubiera sido más fácil soportar en lomos el mal tiempo. Mas el invierno fue grosero y desde el primer momento nos confesó sus intenciones de acabar con la última hoja en rama. La guerra estaba declarada y yo observaba a la higuera defender como podía su decencia. A pesar de sus esfuerzos sus hojas caían cada tarde y yo enfermaba de piedad como quien tiene a en cama un familiar desahuciado. Hojas y más hojas que ya no quería ver, pues el árbol aún mantenía su lucha por no perder su dignidad obnubilada mientras los demás árboles sucumbían en los alrededores; ya quedaban pocas hojas en sus ramas, parecía imposible la empresa de soportar tan cruenta. Pobre higuera, lloré una tarde al hallarla aún en su resistencia, ya podían contarse las hojas con las que apenas contaba, destino irresistible, no quedaba árbol con atuendo alguno más que pájaros sonoros entre sus desnudas ramas. Hasta que un día su última hoja cayó, polvorosa, ya no había esperanza. Pero para sorpresa, simultáneamente en sus ramas viejas brotaban verdes esquejes acusando el reverdecimiento, esa mañana salió el sol como no lo recordábamos: la primavera había vuelto. Esta enseñanza se refiere a la peregrinación a través del dolor y la locura, la determinación de la higuera aún sin oportunidades hizo que la primavera llegue antes este año.
martes, 17 de noviembre de 2009
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